Por Lourdes Gómez / El 12 de noviembre de 1976, alrededor de las dos menos cuarto de la madrugada, José Manuel desempeñaba el puesto de cabo de guardia en la base aérea de Talavera la Real. Estaba, junto con otros reclutas, a punto de recibir el relevo cuando comenzó a escuchar unos ruidos muy extraños. “Quince segundos después vimos una explosión de luz muy blanca. Las hojas de los eucaliptos parecían violetas. Era una luz preciosa, y el ruido como una especie de siseo”.
Aquel fenómeno coincidió con un apagón de luz y con el corte de la línea telefónica en aquella zona de la base, lugar de almacenaje de combustible. Trejo y otros soldados, como José Hidalgo, que estaba de guardia aquella noche junto al perro Nerón, decidieron dar una vuelta por los alrededores.
“El perro empezó a guiarnos hacia el centro de la alameda, donde había un remolino muy grande de aire. Cargamos las armas porque dijimos: ‘aquí pasa algo’”, expone José Manuel Trejo. Cuando aquel remolino cesó, se toparon con una escena dantesca: “Junto a la pared había una figura de unos tres metros de altura. Como un holograma suspendido en el aire, pero con consistencia física, con sombras y contornos.
Era una especie de humanoide que estaba formado por una luz verde muy tenue. Llevaba un traje ajustado, no sé si era piel o tela, de aspecto metálico. Y la cabeza era una bola de cristal negra, como un casco”, relata el testigo. Cuando Nerón, el perro, intentaba acercarse al humanoide, se encontraba con una especie de pantalla invisible que se lo impedía. Volvía hacia los soldados con el pelo chamuscado, según asegura Trejo.
El testigo añade, igualmente, que el área de las manos y de los pies aparecía difuminada, detalle que narran otras personas que han tenido visiones de fantasmas o de otro tipo de apariciones. En este caso, además, cobra importancia la posición de los brazos del humanoide verde. José Manuel Trejo asegura que, al principio, estaban separados, pero hubo un momento en el que los juntó, colocándolos de manera perpendicular al cuerpo y en dirección hacia él. “Cuando juntó los brazos sentí como si me clavaran un hierro incandescente en la zona del esternón. Caí al suelo en posición fetal, con el arma entre las piernas. Además, perdí la visión y tampoco era capaz de levantarme, tenía la sensación de que el cuerpo me pesaba mucho”.
En aquel instante, los compañeros de José Manuel Trejo usaron sus respectivas armas contra el extraño ser. Las Z-62 dispararon un total de 2 cargadores, con 20 proyectiles cada una. Las 40 balas nunca se encontraron; ni siquiera se hallaron los casquillos, una de las grandes incógnitas de este caso.
Lejos de pensar que el humanoide le atacó, José Manuel Trejo sostiene que le salvó la vida. “Cuando estaba en el suelo sentí cómo me rozaba el pelo una de las balas de mis compañeros. Creo que el ser sabía lo que iba a pasar y se anticipó. Caí al suelo porque, de lo contrario, me podrían haber matado”, expone.
Más de sesenta declaraciones e interrogatorios; veinticinco días ingresado en Badajoz con extrañas convulsiones; un mes de estancia en un hospital militar de Madrid; trece días en coma; y cuarenta y un años de interrogantes que no tienen respuesta. Es el legado que José Manuel Trejo conserva de uno de los días más insólitos de su vida. Fue acusado, junto a sus compañeros, de haber tomado drogas e inventado el testimonio con el fin de ocultarlo, hipótesis que niega categóricamente y que se ve refrendada, afirma, por los estudios clínicos a los que fue sometido. El paradero de los cuarenta proyectiles sigue siendo un enigma, como también lo son los extraños recuerdos que José Manuel defiende recibir de manera intermitente y que pertenecen a los días en los que estuvo ingresado, poco después del suceso.
Ha experimentado, como otras personas que se han encontrado cara a cara con lo desconocido, una apertura de conciencia, de espiritualidad, de desarrollo de facultades artísticas. Y esas capacidades relacionadas con la mente pueden ser, quizá, una de las claves para resolver un enigma que lleva setenta años inquietándonos.
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